A veces, soy un reflejo inconstante de quien solía ser, donde un suspiro amoroso emerge al contemplarte, sintiendo la tierna vibración de un corazón que aún late con fervor. Camino con paso medido, siendo el eco fiel de promesas ancestrales: el padre, el compañero, el hijo; el hombre que labora con dedicación, el pastor que guía y la oveja que sigue. El guardián inquebrantable que vela por su luz, siendo el pilar y la templanza que anhelas.
Sin embargo, hay días en los que soy el navegante eterno, perdido entre mares de sueños y anhelos, buscando puertos de caricias y archipiélagos de libertad. Soy ese espíritu indómito, anhelando todo, cambiando con el viento, buscando ser omnipresente como el aire que acaricia, como el vasto cielo.
Hay momentos en los que me transformo en esa tempestad interna, el que se asfixia en su propia existencia, al borde del precipicio, ansiando reinventarse en el vasto vacío. Aquel ser desorientado, que a veces parece renegar del universo y, en su dolor, incluso de ti. Soy el que lucha con su propia insatisfacción, la tormenta que a veces sientes que no puedes calmar.
Y, en ciertos instantes, me convierto en el espectador distante, el que parece sordo a tus súplicas, el hombre que, perdido en sí mismo, camina con una mirada desenfocada, dejándose llevar por la corriente de la vida, aceptando su curso como un árbol que contempla el paso del río.
Puede que, en ocasiones, me sientas lejano, un extraño en la piel del hombre que amas. Pero, ya sea yo o mis sombras, ya sea el reflejo o la tempestad, todos compartimos un lazo indestructible: nuestro amor hacia ti. Y aunque nuestras maneras de amar varíen, en ese sentimiento puro y profundo, todos somos unánimes.
Anónimo